No conozco a nadie que no esté de acuerdo con que ya es momento de acabar con el sistema de listas cerradas (se vota a todos los de la lista y a nadie más) y bloqueadas (se les vota por el orden en que aparecen en la lista, sin poder manifestar preferencias dentro de ella), al menos para los procesos electorales municipales. Estoy segura de que si uno de los dos partidos mayoritarios tuviera la iniciativa firme, clara y bien publicitada de proponer una reforma de la ley electoral relativa a este aspecto, el otro partido se adheriría de inmediato para no quedar fuera de juego, porque es una reivindicación de la ciudadanía. Por lo tanto, deduzco que sólo un tácito y silente consenso en recíproco beneficio de ambos partidos es el que impide que los votantes tengamos el derecho de diversificar nuestro sufragio entre varios candidatos de diferentes listas si así lo queremos, o de excluir a alguno de la lista preferida con independencia del puesto en que se encuentre, o simplemente de alterar el orden en el que aparecen en misma lista, anteponiendo a unos sobre otros.
No se me ocurren más razones para el actual sistema que el de la voluntad deliberada de situar al partido político en el centro de gravedad de los procesos electorales, a modo de criba o filtro que encauza la representatividad política desde los electores hasta los elegidos. Este objetivo, me dicen que fue necesario en la España de la transición dada la debilidad del asociacionismo político: sin partidos bien establecidos, la democracia es una democracia ‘invertebrada’, y por lo tanto expuesta a demasiados ‘avatares’. Pero si hoy la democracia española tiene algún riesgo no es la de la descalcificación del esqueleto, sino la de la artrosis. Ningún sentido tiene el proteccionismo de instancias que acumulan tanto poder, como son los partidos políticos. Ya están preparados para competir en el ‘mercado’ de la representación política sin proteccionismo.
Es verdad que el ‘orden’ que propician las listas cerradas y bloqueadas puede ser preferible, en algunas ocasiones, al desorden de un sistema más abierto, a los personalismos, a campañas insufribles de autopromoción, y puede acabar con lo poco de debate de ideas que todavía queda en la política municipal. Pero estos son riesgos que merece la pena correr a cambio de otras ventajas. Llevamos treinta y tres años disfrutando de las ventajas del sistema vigente y sufriendo sus defectos: ¿no es momento ya de cambiar de defectos? El sufragio universal es el punto fuerte de la democracia. Abrir las listas, ampliar las posibilidades para diseñar el voto y seleccionar a los representantes, sería otorgar más poder a los ciudadanos, y por tanto incrementar la democracia. La marca del partido seguirá siendo relevante, sobre todo si el partido se lo merece: nadie podría impedir a un elector adherirse a una lista tal cual viene diseñada íntegramente por el partido de su preferencia, y de hecho imagino que esa sería la opción de gran cantidad de ciudadanos, como lo demuestra lo que ocurre con las elecciones al senado, cuyas listas de color sepia son abiertas y desbloqueadas.
Seguramente ha llegado el momento de ‘desempaquetar’ el derecho de sufragio en las elecciones municipales, las más cercanas, permitiendo a cada ciudadano algo más que elegir entre dos o tres paquetes cerrados de candidatos. Cuántas malas inercias se cambiarían. Qué nuevas dinámicas políticas se desencadenarían. Cómo cambiaría la actitud de los concejales electos, conscientes de que han accedido al Ayuntamiento por decisión directa y personalizada de los ciudadanos. Las alternativas para enriquecer el valor del sufragio son muchas, y la experiencia de los países de nuestro entorno es muy variada. El bipartidismo feroz simplifica la realidad y debilita la sintonía entre electores y elegidos. El voto útil produce melancolía. La política municipal está preparada para una ‘desamortización’ del poder, demasiado concentrado en los aparatos de los partidos políticos. Un sistema que permitiera mostrar preferencias, matices o mezclas sería hoy día, en mi opinión, un mejor sistema de selección de los candidatos más capaces, obligaría a los partidos a extremar el cuidado en la elaboración de sus listas y, de paso, abriría saludables corredores en el paisaje del enfrentamiento entre dos partidos que parecen haber renunciado a la persuasión para obtener votos, por comprobar que es más fácil y más rentable la crispación teatrera. En fútbol tiene sentido ir al partido con la única intención de que el Barcelona le gane al Madrid o viceversa, pero en política los ciudadanos deberían poder intervenir en la alineación del equipo. ¿Quién teme a la imprevisibilidad de un elector con manos libres?

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